Cuando falleció mi padre me impuse la exigencia de dedicarle un escrito en mi blog coincidiendo con cada aniversario de su muerte. Aunque le tengo presente cada día, la reflexión previa a cada texto en memoria suya, me sirve aún más para analizar en qué medida sigo sus enseñanzas de toda una vida.
La educación que recibimos de nuestros padres en los primeros años de nuestra infancia resulta definitiva en la configuración de nuestra personalidad. Son muchos los rasgos de nuestra conducta, adquiridos en esos primeros seis u ocho años de nuestra vida, que quedan marcados de forma indeleble en nuestra personalidad. Cuántas veces en nuestra madurez no hemos caído en la cuenta de que nuestro comportamiento resulta, en tantas cosas, tan parecido al que tenían nuestros padres. Siendo esto tan evidente, también lo es la etapa de nuestras vidas en la que mostramos rebeldía y ruptura hacia los planteamientos de nuestros mayores. Es un comportamiento pasajero y distintivo de la juventud. En mi caso sucedió de forma ostensible cuando, recién llegado a la universidad, conocí los planteamientos de la pedagogía nueva en contraposición a la tradicional. Aquello mi hizo cuestionar si lo que yo había aprendido como bueno, no lo era tanto.
Mi padre enseñaba a sus pupilos que cada uno tenía que cumplir con su deber, sin excusas. Y él, que era muy exigente consigo mismo, predicaba con el ejemplo. Su jornada de trabajo era larga e intensa. Día tras día. Todo el año. Sin vacaciones. El oficio de carnicero le ocupaba toda la mañana. Las primeras horas de la tarde ejercía de chacinero, embutiendo chorizos, morcillas y salchichas. Desde la media tarde hasta la noche no era menos la intensidad con la que ejercía como entrenador. El cansancio que podía haber acumulado hasta ese momento del día lo contrarrestaba con la pasión que sentía por Los Gorilas y el Piragüismo. Esta rutina laboral culminaba poco antes del descanso nocturno con el balance de gastos e ingresos de cada jornada, que reflejaba con letra de amanuense en los libros de contabilidad de la carnicería. La única pausa que se tomaba entre tanto laborar era la siesta de treinta minutos diarios, después de comer y echar un vistazo al periódico, que no era sino una estrategia para atraer hacia él el sueño de Morfeo. Mi padre dormía la siesta en una habitación alejada de los ruidos de la calle y los vecinos. Era la habitación de sus hijos varones.
Cuando la Pedagogía nueva despertó mi faceta rebelde, reaccioné culpabilizando a mi padre de todo aquello que, equivocadamente, entendí me había enseñado mal. Mi nivel de comunicación con mi padre se redujo sustancialmente y empecé a darle muestras de mi descontento con mensajes que pegaba en la pared para que los leyera cuando se despertaba de la siesta que dormía en mi cama. Uno de estos mensajes reflejaba la siguiente cita: “El joven debe de ser rebelde, inventor de cosas, original y antagonista, cerrado a los prejuicios que acerrojan la inteligencia y la voluntad de los mayores” y el nombre de su autor: Enrique Tierno Galván. A pesar de la provocación, mi padre no reaccionó. A fin de cuentas, su opinión coincidía, en parte, con la que expresaba Tierno en algunos pasajes de la cita. Di un paso más en mi estado de rebeldía cuando clavé en la pared otra nota con una cita sacada de uno de mis libros de Pedagogía, que redoblaba el órdago: “Lo único importante es la felicidad cotidiana y el futuro asegurado. B. F. Skinner” Cuando esa misma noche me acosté en mi cama, descubrí un añadido debajo de la cita de Skinner. Decía: “Como los perros selectos”. Aunque la caligrafía era inconfundible, la apostilla llevaba firma: A. Prendes Viña.


La anotación de mi padre y muchas otras conversaciones posteriores, despojadas ya por mi parte de la rebeldía que me habían hecho enfrentarme a la autoridad paterna, me hicieron reflexionar durante mucho tiempo sobre el sentido de la educación y lo muy afortunado que yo había sido por las enseñanzas que mis padres me habían dado en mi infancia. Aquella frase provocadora, insolente y llena de egoísmo, chocaba frontalmente con el ideal de vida de mi padre. Desde muy joven entendió que su vida era una misión y que esta misión era ayudar al prójimo. A eso dedicó toda su vida. A los demás.
Hace poco tiempo escuché una opinión muy lúcida de Javier Gomá sobre la única forma que hay para morirse uno tranquilo y no es otra que sabiendo que dejas un legado merecedor de elogio por parte de quienes te suceden en este mundo. Tú, lo conseguiste, papá.
Carlos M. Prendes García-Barrosa
Genk, 19 de Agosto de 2020.