La muerte de mi padre hace cuatro años me pilló con mi equipo en plena lucha deportiva por la clasificación olímpica para Londres 2012. En el cuarto aniversario de su fallecimiento vuelvo a encontrarme en similar circunstancia, esta vez intentando la clasificación para los JJOO de Río 2016. No preciso de aniversarios para tener muy presente a mi padre en mi vida. Aún así, la coincidencia en el calendario de este último, con el reto profesional más trascendente que me planteo cada cuatro años, al igual que sucediera en el momento de su muerte, me ha hecho desviar la atención por unos momentos del campo de regatas a la memoria familiar. En esta ocasión la sensibilidad se dispara al sumarse al recuerdo de mi padre el de mi tío Pipo, fallecido hace diez días.
Podría rememorar infinidad de situaciones vividas al lado de mi padre y mi tío. Sin embargo voy a centrar este homenaje a su memoria en algunas de ellas, ocurridas en su lugar de trabajo, la “Carnicería Hermanos Prendes”.
Mi primera contribución al negocio familiar consistió, con apenas ocho años, en llevar embutidos a la carnicería desde la “choricera” los sábados por la mañana. Una vez llegaba a la carnicería con los cestos de madera trenzada, cargados de chorizos, longaniza y morcillas, mi responsabilidad pasaba a ser el sumar sobre el papel los precios de los productos que compraban los clientes, para luego cobrarles. La cosa se complicaba, a veces, para un discreto alumno de E.G.B., en matemáticas. A base de insistirme, mis ahora recordados “maestros carniceros”, para que repasara las cuentas las veces necesarias, a fin de que al cliente se le cobrara la cantidad exacta, acabé siendo, con el paso de los años y miles de sumas sobre el papel en tiempo limitado, un especialista en aritmética. Las vacaciones en el colegio hicieron que no fueran solo los sábados los días que yo pasaba en la carnicería al lado de mi padre y mi tío. Y a base de seguir día tras día sus sabios consejos en el uso del cuchillo y el hacha en el tayo, mi trabajo tras el mostrador se asemejaba más y más al propio de un carnicero. Así que mientras los dueños del negocio deshuesaban boliches y solomillos, o cortaban riquísimos filetes de la tapa o la contra, yo me dedicaba a limpiar de menudos a pollos y conejos para su posterior despiece. Mi padre y Pipo tenían claros sus roles en el negocio. Se complementaban muy bien en las diferentes tareas que se realizaban en la carnicería. Y si mi padre agradaba más al cliente “refinado” que pedía explicaciones sobre las características de la carne de ternera, Pipo llenaba la bancada de clientes que no tenían mucha prisa y buscaban el gracejo de sus comentarios:
- “Pipo, ¿tienes hígado?”
- “Desde que nací…”
- “ponme un bistec”
- “¿valte una raja?”
- “¿tienes corazón?”
- “Llevómelo todo Berta”
Aún siendo ahora un tanto macabro el comentario, no me resisto a reproducir otro chascarrillo que repetía Pipo cuando los clientes metían más prisa de la cuenta deseosos de terminar la compra en la carnicería, y que se ha visto ya confirmado en su propio ser: “tomailo con calma, que al final vamos ir todos pa San Bernardo” (refiriéndose al cementerio municipal de Candás).
La Carnicería de los Hermanos Prendes era mucho más que una carnicería al uso. En ocasiones la dependencia donde se encontraba la nevera y zona de despiece, servía como gabinete psicopedagógico. Allí, de forma confidencial, en este caso el cliente amigo de mi padre, le pedía consejo en relación o determinada situación familiar, laboral o deportiva. El escaparate de la carnicería era el lugar de exposición de los trofeos que en cada regata o campeonato conseguían los palistas del Club Los Gorilas, al igual que las paredes, de las que colgaban muchos marcos con fotos que recordaban momentos gloriosos en la historia deportiva de nuestro club. Y cuando se aproximaba la hora de cerrar la carnicería al público, comenzaba el encuentro de muchos palistas de Los Gorilas en la carnicería. Mientras mi padre y Pipo retiraban a la nevera las piezas de carne, se iniciaban tertulias sobre cualquier acontecimiento habido en el pueblo, además de comentarse las previsiones que se tenían de cara a la próxima competición o decidir cuestiones relacionadas con la sesión de entrenamiento de la tarde.
Mi padre y Pipo crecieron y fueron educados juntos. Menos de dos años separaron su nacimiento y cuatro años han separado su fallecimiento. Desde muy pequeños compaginaron las ocupaciones habituales de cualquier niño y adolescente con el aprendizaje del oficio de carniceros y charcuteros. Mientras eso sucedía, sus vínculos afectivos crecieron y crecieron. No eran muy dados a expresarlos ante los demás, incluso cuando éramos sus familiares quienes con ellos estábamos. Sin embargo, pasaron juntos detrás del mostrador tres cuartas partes de su vida. Ya no están juntos físicamente, pero sí lo están, y de forma muy deseada por los dos, juntas sus almas.
Carlos-M. Prendes Gª-Barrosa