No he sido capaz, tras casi cincuenta años de vida, de concretar mi postura en cuanto a las corridas de toros. En ocasiones siento inclinación a apoyar a quienes piden la prohibición de un espectáculo en el que un animal portentoso sufre un ataque prolongado, violento y cruel que termina con su vida, ante la atenta mirada de miles de espectadores en la plaza y cientos de miles más a través de la retransmisión televisiva. A fin de cuentas los animales, los bosques, el mar, las aves, las estrellas, etc, la naturaleza en todo su esplendor, ha sido el recurso que con tanta frecuencia me ha ayudado a disfrutar enormemente de lo bello. Lo que me ofrece serenidad, plenitud y equilibrio en la vida. Por contra, en muchas otras ocasiones entiendo los planteamientos de quienes defienden las corridas de toros con argumentos que combinan la tradición de nuestro pueblo, la contemplación de una lucha a muerte con riesgo evidente para el torero, la riqueza que genera el negocio taurino, y, sobre todo, el componente estético de la lidia. Ese que tan bien han plasmado artistas como Goya, Picasso, Hemingway o García Lorca. Tengo que reconocer que en muchas ocasiones contemplo asombrado los vídeos de las grandes tardes de Morante o José Tomás y se me erizan los vellos. Me complace mucho escuchar a Andrés Amorós relatar las asombrosas vidas de Juan Belmonte, Joselito o Luis Miguel Dominguín.
El caso es que he encontrado un elemento que decanta irremisiblemente la balanza de mis dudas hacia el lado que apoya la fiesta taurina. Y no es otro que el odio que demuestran los nacionalistas catalanes hacia el toreo por ser una fiesta española.
Carlos-M. Prendes Gª-Barrosa